jueves, 10 de junio de 2021

El rojo es el color de la paz

Miró correr ese río liberador, incontenible, rebelde, libertario y la paz interior disipó todo dolor.

Así debe ser el paraíso pensó…

 

Poco a poco el ambiente se había  vuelto sórdido, lúgubre, o al menos así había comenzado a percibirlo.

Lo que en su niñez fue respeto y en su adolescencia autoridad se había desvelado vertiginosamente en autoritarismo.
Cuando su mente de niña, primero, de púber luego, comenzó a encontrar contradicciones ese respeto se convirtió en obediencia primero y sometimiento después.

El cálido caudal corría cauce abajo incontenible y la rozaba como una caricia tibia. Repentinamente se sintió feliz, como si el sol habitará su cara y el viento pasará sus dedos entre su cabello.

¡Así debe ser navegar! Se dijo.

 

La vida de Lucila había estado signada por las pérdidas.

A sus frágiles cinco años sus padres murieron en un accidente de tránsito y se hicieron cargo de su crianza sus abuelos paternos, pero en pocos meses su abuela Amalia también murió.

‘De Tristeza’ dijo su abuelo Carlos.

Esa pérdida también fue un golpe duro para él. A partir de allí su humor cambió. ¡Todo Cambió! Carlos se volvió un obsesivo en su cuidado, como si temiera que el destino también se la llevara y se refugió en su cuidado y la fe.

 

De repente el tiempo avanzaba acelerado, pero en cámara lenta.

Era extraño todo.

Se sentía caer  y subir una y otra vez, como en una montaña rusa, que cada vez llegaba más profundo, pero no de una forma violenta sino de una manera pausada, narcotizada y ella sentía como esa caída, a toda velocidad, se producía en cámara lenta.

 

A la muerte de la abuela Amalia, con sus casi seis años, quedó a cargo de su abuelo Carlos.

Él le cocinaba, lavaba su ropa e incluso la bañaba, con tanto esmero que incluso algunas veces le hacía doler.

Su abuelo le había explicado que era importante estar siempre limpia, solo así podía evitarse el mal olor de las niñas y que sus compañeras de clases se burlaran de ella.

Poco a poco, aunque la seguía incomodando, su cuerpito de niña se fue acostumbrando a aquella rutina de limpieza.

 

Nunca había visto algo como aquello: ¡Un arco iris rojo!

¡Todos sus colores eran el rojo!

Se veían distintos, como si el reflejo de mil luces hipnóticas disipara su esencia, la descompusieran.

El rojo, pensó, es el color de la paz.

 

La vida transcurría y Lucila se convertía en una niña solitaria. Su abuelo cuidaba de ella con celosía, como si fuera de cristal. Se había ido convirtiendo con el tiempo en su ángel guardián, aunque también se lo podría comparar con un carcelero.

Compraba su ropa, sus útiles escolares, la llevaba al peluquero y al ortodontista, preparaba su comida, aseaba su habitación.

Todo lo hacía su infatigable y querido abuelo Carlos.

Si bien Lucila era una niña solitaria que no tenía amigas ni compañeras de juegos, cuando faltaban apenas unos meses para terminar la primaria en la escuela de las monjitas de la Santísima Trinidad, quizás más por algún tipo de obligación moral de no excluirla en el último festejo antes de terminar el colegio, Sandra, su compañerita de pupitre, la invitó a su cumpleaños.

Lucila estaba feliz con la novedad en su vida social, tan feliz como enojada se puso cuando su abuelo le explicó que no podría ir. Que él no tenía dinero para comprar un regalo a su amiguita y que era obligación llevar un regalo cunado se asiste a un cumpleaños.

La niña, casi púber, intuyó un pretexto en aquel tema  y el respeto a aquel cariño, de niñita, que ya había mutado en autoridad comenzó a destruirse.

 

Como de la nada, casi en un sueño, la sonrisa, esa sonrisa inmensamente dulce de Irma, su mamá, iluminó la habitación. Le resultó extraño verla.

Ya hacía varios años que la atormentaba casi no recordar su rostro, sus facciones, y apenas encontrar algún detalle, algún juego con ella al mirar sus fotografías.

¡Es más! Le pareció sentir sus manos, esas manos suaves de mamá tomando sus manitas y casi sin darse cuenta una lágrima rodó mejilla abajo.

 

Todavía no había comenzado tener su desarrollo cuando comenzó a tener sus primeras fantasías con chicos de la televisión, y el abuelo, que la acompañaba religiosamente los sábados por la tarde y los domingos por la mañana a misa comenzó a perseguirla con el pecado.

Fueron unos pocos meses en los que cambió todo. Casi en simultáneo empezó a crecer y modificarse su cuerpito de niña y tuvo su primer período.

Esto volvió más obsesivo aún a su abuelo con dos temas que ya lo eran y mucho: el pecado y la higiene.

La limpieza era una especie de extraño rito de tortura.

Ahora su abuelo la lavaba cada vez más intensa e insistentemente y ella comenzaba a sentir un escozor ante el baño, a lo que el abuelo insistía en el tema de la limpieza hasta que ella exhalaba un suspiro. Cuando lo hacía su abuelo la retiraba de la bañera y así mojada, todavía, la nalgueaba. Finalmente después de secarla, como cada noche en esos últimos meses, la obligaba a rezar cien padres nuestros para que ‘el señor la perdone’.

 

¡Mamá! ¡¡Mamita!! Sollozó con voz muy baja.

¡Ya estaba pensando que te había olvidado!

¿Adónde habías ido?

 

Aquel jueves una terapeuta visitó el curso.

Antes, al comenzar, la hermana Rosalía les había hecho completar un cuestionario con muchas preguntas. Algunas le parecieron muy íntimas y sintió pudor, pero la maestra fue insistente y finalmente las contestó.

A lo largo de más de una hora y media les habló de muchas cosas. La sexualidad, la higiene, los cuidados, los abusos.

Lucila se sintió claramente incómoda.

Cuando terminó la charla aquella señora les pidió a algunas estudiantes que se quedaran unos minutos con ellas. Las iba recibiendo de a una y conversaban temas que el resto ignoraba, en privado. Lucila fue la última en ser llamada.

A las cinco en punto salió junto a sus compañeras del colegio. El abuelo la esperaba como cada tarde en la puerta con su auto.

A Carlos le extrañó que no le diera un beso al saludarlo, pero no dijo nada.

Le preguntó cómo le había ido en el colegio y ella le contestó con un escueto ‘bien’.

Al llegar a la casa le ordenó como todos los días que se quitará la ropa y se metiera en la bañera. Lucila obedeció en silencio.

Entró al baño y puso traba a la puerta.
Se desnudó por completo y mientras la bañera se llenaba acomodó su ropa sobre el cesto. Abrió el botiquín y tomó la máquina de afeitar de su abuelo.

Nunca llegó a escuchar cuando unos minutos más tarde dos policías y una asistente social golpearon a la puerta de entrada.