Una y otra vez aquella imagen recurrente volvía en sus sueños, un deja vu alarmantemente presente y la respiración agitada, y el sudor frío cubriendo sus sienes y el nacimiento de pecho.
Era una fea sensación, la certeza de sentirse acorralada, sin salida, en una ratonera y ser el ratón que tarde o temprano será un todo con la trampera que espera por su carne.
Luego de eso le costaba volver a conciliar el sueño, quizás atormentada por la certeza que cuando cerrara los ojos esa realidad alterna volvería y quizás esta vez no tuviera la suerte de poder huir hacia el despertar.
Las manchas de cielo raso, la tela que empeñosamente una arañita patuda empezaba a tejer al costado del placar, la pequeña roncha que la humedad le había ganado a la pintura de la pared, todo era importante, atrapante, digno de evaluación y estudio con tal de no caer en el sopor criminal que acabara en un sueño fatal.
Muchas veces se había preguntado si ese sería su destino, sin embargo jamás se había atrevido a compartirlo con nadie. Lo creía demasiado privado, demasiado íntimo, incluso, como para habilitar a otro a conocerlo.
Llevaba años así, despertándose consternada, sentada en la cama totalmente transpirada, con un sudor de muerte y al borde del colapso. Cuando ocurría sentía una necesidad imperiosa de huir, sin embargo no había escape posible en el sueño, solo el despertar, pero… ¿y si un día no podía?
Aquella tarde había sido como tantas. Al salir del trabajo caminar hasta el subte. Llegar a esa hora en que todos llegaban al subte era una tortura, significaba inevitablemente que la empujaran, la llevaran por delante, viajar apretada e incluso que cada tanto algún imbécil tratara de considerarse vivo y le tocara el culo, o al menos intentara hacerlo.
Tres estaciones, combinación con la C y otra vez el amasijo de cuerpos sudados y agotados frotándose, sacándose lustre, compartiendo sueños y sudores, quizás no sueños, pero sin duda alguna sudores, hasta llegar a Plaza Constitución y repetir la historia, pero esta vez con el tren.
Pero aquella tarde no había trenes y tuvo que tomar un colectivo, tan atestado como el tren y el subte, desde luego, pero aún más incómodo. Hora y pico de viaje hasta su Temperley amado, Alsina y 14 de Julio, timbre y caminar en la noche que comenzaba a desperezarse. Plena de estrellas que se asomaban impúdicas tras las copas de los árboles y el contorno de los edificios.
Nunca supo muy bien porque bajó en 14 y no en Cangallo. Fue casi una suerte de aluvión que bajó en esa parada y la arrastró de manera inconsulta. Cuando reaccionó ya estaba en la vereda, entre una docena de cuerpos que inexplicablemente, o no, esperaban para cruzar la avenida. Tuvo que pedir permiso y abrirse paso entre ellos para seguir su camino.
Todo fue tan sencillo, natural, que prácticamente no tomó conciencia de que había bajado una parada antes y cuando había caminado unos metros se intentó convencer que no importaba, que ¡era lo mismo! Al fin y al cabo ¿a quién podía afectar cruzar las vías por una escalera o por la otra?
Sintió un escalofrío recorriendo su cuerpo, pero no hizo caso, por el contrario sonrió en silencio como burlándose de ella misma y apretó el paso. La farmacia y el mercadito ya estaban cerrados y las veredas aparecían desiertas. Tuvo miedo, de nada por cierto, pero miedo al fin, aunque siguió caminando.
Cruzó la calle y pasó delante de la papelería y la tintorería, también cerradas y esperó ver a alguien saliendo de los edificios, pero tampoco ocurrió. Solo le quedaba cruzar la calle en diagonal y subir las escaleras del puente de metal que la conduciría casi hasta la plaza que por algún motivo visualizaba como salvadora.
Antes de subir las escaleras visualizó un par de pintadas, un ataúd que decía algo de Los Andes y una frase de Las Pastillas, el hierro sonó bajó sus pies y se asustó, aunque siempre los escalones hacían ese ruido nunca, pero nunca había pasado nada.
En el descanso la recibió un escudo de su Club y eso la tranquilizó un poco, le dio coraje para seguir subiendo. Cuando su cabeza asomó apenas unos centímetros sobre el nivel del piso del puente sintió una carrera en el otro extremo y se quedó paralizada. Los pasos se apretaron en la carrera y una luz azulada comenzó a ulular del otro lado del puente. Escuchó gritos, más pasos en la escalera del otro extremo y nuevamente carrera.
El pibe pasó al lado suyo casi sin mirarla, preocupado por escapar de esas voces de ‘alto o disparo’ que llegaban detrás suyo. Sintió un sudor frío en todo el cuerpo y se esforzó sin suerte por pegarse a las rejas del puente y hacerse invisible.
¡No tuvo suerte!
A unos diez metros esos hombres gigantes, corpulentos, quizás obesos corrían o al menos lo intentaban. Vio las armas en sus manos y quiso despertar, pero no pudo. Cerró los ojos fuertes buscando una salida a esa ratonera, pero no la encontró. Quiso con todas sus fuerzas una vez más que aquello fuera un mal sueño, pero no lo era. Los borcegos de los policías rebotaban intimidantes en el piso de chapón reforzado. Apretó los ojos un poco más y se apretó a las rejas.
¡Sonó un estampido!
Un ruido infernal que lo llenó todo. Sintió una tibieza que bañaba sus piernas y quiso llorar, pero tampoco pudo. Los policías pasaron junto a ella respirando agitados. Casi no la miraron en su absurdo intento por alcanzar a aquel muchachito que corría como el viento.
Se quiso poner de pie para continuar su camino hacia su casa pero algo se lo impidió. En los cinco minutos que le costó asimilar tanta violencia aquella tibieza se había vuelto fría y su pantalón estaba empapado. Sintió mucha vergüenza y la sonrisa fue una mueca nerviosa que comenzó poco a poco a mutar su miedo por turbación.
Ya estaba bajando la escalera del lado oeste de las vías y el temor había desaparecido. Ahora solo le preocupaba atravesar el centro de su ciudad con el pantalón empapado de orín.
Desde aquella noche no volvió a tener pesadillas.