La noche estaba inexplicablemente calma.
Algo parecía haber hipnotizado los sentidos, los ruidos, los aullidos estertóreos de la ciudad.
Nada rompía aquel sonido sepulcral que se cortaba con el filo de una mentira.
Ni siquiera el destartalado ventilador de techo chirriaba mientras sus aspas giraban cansinas como las piernas de un viejo yendo a buscar las facturas para el desayuno del domingo.
Las miró, con la pintura medio descascarada, coartada por el inexorable paso del tiempo, imitando a esa terminación tan delicada que el otro día miraba con media sonrisa como enseñaban a hacer en un programa de la televisión. Se preguntó que le habría pasado de repente que ya no gemían y se colgó hipnotizado con los ojos siguiendo el giro.
Aquella tarde, en la plaza, supo que había vivido toda la vida equivocado, parado en la vereda equivocada. Vio a los pibes llorar desconsolados y se le llenaron los ojos de lágrimas. De pronto vio venir una cara conocida, distante, lejana, con los ojos igual de aguados que se cruzaron con los suyos, no se cruzaron palabras pero como familiares más o menos cercanos se acercaron y se fundieron en un abrazo con palmas que pretendían confortar. Los dos se estremecieron en un espasmo, y sin decir una palabra se separaron y cada uno siguió en su dirección.
Mientras tanto las veredas, las calles, los canteros de la plaza estaban anegados de pibes y de llantos que lo habitaban todo, con su dolor flameando en cantos heroicos.
Una pequeña araña apareció por la base del ventilador y camino sigilosa hacia una de las esquinas de la habitación. De pronto lo supo, ahí se escondía la muy turra que desde hace meses lo volvía loco con sus telas que, inútilmente quitaba una y otra vez y que una y otra vez se reproducían como por arte de magia.
Esta misma tarde agarro el raid y la ahogó en esa porquería, pensó mientras la miraba trabajar. La araña lo llevó con la mirada hacia aquel rincón que comenzaba a humedecerse y supo que era imperioso trabajar en la cañería del baño o en algún momento todo ese cielo raso se iba a venir abajo.
La cortina apenas se movía como impulsada por el ánima inquieta de algún espíritu inquieto, pero no entraba ni una mísera brisa de aire. El ambiente estaba francamente asfixiante, húmedo, pegajoso, y se adhería como una lapa a la piel, la cubría de un tejido extraño, como una baba, como un gel nauseabundo.
No quiso entrar, se quedó ahí afuera, en la vereda, compartiendo ese dolor inmaculado y masivo que laceraba la piel como el viento del desierto. No quiso verlo, estar cerca de sus despojos, “al fin y al cabo no está ya ahí adentro sino acá afuera”, en este dolor fundacional, filosofó mientras gatillaba la cámara para tratar de inventarse una indiferencia que no tenía. Era extraña la imagen, algunos iban con su florcita, otros con banderas o carteles, algunas con solo unas cartulinas escritas a mano y pintadas con dolores, como de jardín de infantes. Mensajes en botellas, pensó, que irán a parar al mar de la historia.
Le extrañó la ausencia de automóviles en la calle, miraba a través de la cortina cuando esta apenas se ladeaba para intentar adivinar algo, algún minúsculo movimiento, un atisbo de vida, pero nada, El silencio, un silencio soñado en aquellas infinitas tardes de ruidos que no lo dejaban concentrar, lastimaba los oídos, taladraba los tímpanos como campanas del infierno. Pensó en aprovechar el silencio para escribir. Hacía rato que venía pensando en empezar a garabatear sus memorias.
Memorias de un desconocido, repitió el título de la obra que nunca escribiría, una obra literaria que solo contaba con el título, pero que le servía para escapar las tardes de aburrimiento hacia historias del pasado, hacia los inquietos tiempos de su juventud y su no tanto, sus pequeñas aventuras de tipo casi anónimo, las mujeres que lo amaron, las que lo odiaron después, sus plantas, sus libros, sus amores, sus pasiones.
Debería empezar pensó, aunque mejor empiezo mañana, se dijo a si mismo posponiendo otra vez empezar lo que nunca iba a arrancar.
Casi sin darse cuenta la tarde comenzó a hacerse noche y las banderas seguían allí, con sus lágrimas al hombro, y sus risas, tan ausentes, latentes, y sus florcitas. Cansado de tanto dolor se sentó en el cordón de la vereda a mirar pasar la gente. De repente todos se esfumaron y ya no estaba ahí. Se levantó de la cama como un autómata esperando que todo hubiera sido un mal sueño, una odiosa pesadilla. Casi corrió hacia la computadora, miró la cámara sobre el escritorio, la encendió y miró las fotos guardadas, las banderas, las flores, el dolor.
Se sentó en su silla y solo, en silencio, como no había podido hacer cuando murió su padre, por fin lloró con un llanto silencioso, ese que provoca dolor en la garganta y pequeñas convulsiones. Pensó en ella que se había quedado sola y se dijo que ahora menos que nunca se la podía abandonar. Dejó la cámara rodar sobre el escritorio y lloró en silencio.
La falta de sonidos le estaba empezando a preocupar cuando vio al muchacho entrar en la habitación y cruzarla de dos pasos, gigantes, atolondrados, hasta donde se encontraba sentado. Se vio sentado y al chico sacudiéndolo del hombro, movía los labios pero no podía escuchar lo que decía. Ahora parecía que gritaba, pero sin emitir sonidos.
Se vio… y de pronto se dio cuenta de todo.