Le gustaba ese lugar, el ámbito, el entorno. Disfrutaba de compartir discusiones con esas personas que siempre tenían una opinión, una posición sobre lo que se estaba viviendo aunque no coincidiera con la suya.
Le gustaba que se hablara de la paz, aunque muchas veces quedaba muy claro que había que luchar para obtenerla y le gustaba sobre todo que todas las discusiones fueran más allá de lo inmediato.
Rita, Jorge, Alfredo, eran solo algunos de los mayores, quizás no tanto, pero a sus veintipocos años le parecían muchos más en aquellos ochenta agonizantes y convulsionados por la injusticia social presentada como una fatalidad inevitable.
Los miércoles eran siempre así, urgidos de contenidos, de discusiones y de aprendizajes que encandilaban sus pocos años de vida suburbana y lo invitaban a crecer y crecer sin visualizar un límite.
Nunca eran más de una docena, aunque el grupo lo conformaban unos veinte asistentes que iban defeccionando una tarde noche u otra dejando la cifra casi siempre en esa docena jugosa de contenidos, discusiones y arrebatos.
Eran tardes provechosas reflexionaba a menudo, apacibles y enriquecedoras y cuando terminaban las reuniones siempre había algún libro disponible para llevarse o algún documento que le abriera horizontes a su pensamiento, pero además disfrutaba salir a caminar por esas calles llenas de librerías y buscar en los saldos de usados algún ejemplar que estuviera al alcance de sus bolsillos bastante flacos.
No obstante una tarde se rompió ese equilibrio apacible de los miércoles.
¿¡Cómo olvidarlo!?
Llovía bastante, mucho en realidad, y hacía un frío natural en aquellos finales de agosto. Había hecho bastantes peripecias para no embarrarse no mojarse demasiado en el viaje y estaba contento por eso, aunque eran bastante pocos, seis o siete, entre ellos Carlos, de alrededor de sesenta años, canoso, con barba algo crecida como al descuido, simpático, aunque con una sonrisa algo triste de dientes muy parejos, cuando se abrió la puerta sin previo acuerdo se hizo un silencio pesado para verla entrar.
Si bien no sonó ninguna nota, bien podría haber sonado una fanfarria cuando Helena abrió la sólida puerta de madera maciza e hizo su irrupción totalmente mojada chorreando sensualidad y agua en iguales cantidades pese al impermeable y el paraguas de color tostado que hacían juego con su pelo rubio y su piel tan blanca como su sonrisa.
Rita se levantó de un salto a saludarla y abrazarla y no le importó demasiado mojarse al hacerlo y luego la tomó del brazo y la presentó al grupo sin señalar más que su nombre: Helena, aunque a la distancia diera la impresión que ese nombre decía mucho más.
Ella saludo al grupo con una sonrisa a medias, de esa que nunca logró saber si de vergonzosa o de tristeza y se sentó en silencio.
Helena no habló en toda la noche pero fue el centro de atención, su atención, mientras Carlos relataba los avances y retrocesos de la Revolución Sandinista y la necesidad de apoyarla activamente con una energía discordante con su cuerpo agotado.
Ella mientras tanto sonreía tímidamente, miraba el piso o sus propias manos y cada tanto cambiaba de posición en la silla sin hacer demasiado ruido.
Al terminar, mientras ojeaba un documento sobre los logros del sandinismo que iba a leer en la semana, se le acercó Carlos y lo pudo saludar personalmente, al tiempo que aprovechó para hacerle un par de preguntas que le habían quedado pendientes en su exposición. Carlos le respondió con voz algo cascada mientras como al descuido se iba apartando hacia un costado de la estancia.
¿Te gusta helena? Preguntó de repente y fuera de todo contexto.
¡Si! Es muy linda contestó entre confundido y turbado por lo inesperado de la pregunta, pero por sobre todo por lo inalcanzable que le parecía esa mujer trigueña, de rasgos angulosos y piernas kilométricas apenas disimuladas por los pantalones de paño que acompañaban a su camisa blanca y disimulaban descuidadamente su figura.
¡Cuidala! Dijo Carlos con una firmeza desconocida hasta ese instante en su voz y casi sin que se diera cuenta desapareció.
Todo o casi todo terminó allí, porque ya solo quedaban Rita y Helena conversando sobre cosas que parecían privadas y solo las interrumpió para despedirse y salir caminando cansinamente para la parada del colectivo porque la lluvia no daba para recorrer librerías.
Hacía apenas un minuto o dos que había llegado a la parada cuando un par de tacos absorbió su atención auditiva y casi sin solución de continuidad una voz casi desconocida le preguntó para donde iba.
La sonrisa tímida lo sorprendió tanto que solo atinó a responder que esperaba el colectivo para volver a su sur y devolverle la pregunta.
Vuelvo a casa, dijo ella, aunque la verdad es que se me hizo un poco tarde y me da algo de miedo hacerlo sola, el barrio es un poco peligroso, acotó como para esgrimir los motivos de su preocupación e incentivar la respuesta quijotesca de un “no te preocupes, te acompaño”.
No podría recordar ahora donde fue que se bajaron, ni como hizo para regresar de allí, lo que pondría el lugar en contexto, pero si recordar un puente sobre un río, quizás el riachuelo, aunque a fuerza de ser sincero no olía a podredumbre y unas calles de tierra, oscuras, con bastante barro y como si fuera poco acompañados por una lluvia de repente tan presente como la ausencia de iluminación pública.
Los últimos metros de aquellas cuadras los hicieron corriendo y también corriendo ella abrió la puerta y lo invitó a pasar a tomar un café.
Era un monoambiente y mientras ponía la cafetera de fundición sobre la hornalla comenzó a agradecerle el acompañamiento y a reprocharse a sí misma por haberlo metido en aquel problema de seguridad, ya que a medida que pasaban los minutos el barrio se volvía más inseguro, señaló.
A él no le preocupaban los problemas ni las inseguridades y se lo hizo saber, había estado y había salido de lugares más peligrosos, dijo pretendiendo impresionarla, aunque era cierto.
La vida y la muerte de cada uno ya están escritas dijo mientras se acercaba a ella que seguía de espaldas y aceptando la invitación de esa cintura flexible y firme la tomó por la espalda y respiró la gloria de su piel.
¡No! Dijo ella y se separó de él un paso hacia el costado.
¿Por qué no? Le preguntó él, mientras en su cabeza se respondía: porque es extremadamente hermosa, porque tiene alrededor de diez a quince años más que yo, porque irradia luz como un faro y como a la luz de los faros, se la puede mirar pero no alcanzar…
No debo, dijo ella y las manos volvieron al abrazo de su cintura.
¿Por qué no? Repitió
No debo se convirtió en un mantra que sonó en la habitación hasta que sus labios rozaron casi imperceptiblemente el cuello delicioso de Helena y un temblor recorrió todo su cuerpo tenso y perfumado.
No debo, no debo insistió la mujer mientras los besos en su cuello e iban incrementando al ritmo del temblor de su cuerpo que se convirtió en una convulsión crispada cuando las manos rodearon el cuerpo y treparon hasta su pecho.
Fue una noche intensa donde el frío de agosto dio paso a un torrencial clima veraniego pleno de sudores y caricias. Al amanecer pensó que ella se había dormido, pero para su sorpresa descubrió que estaba llorando.
¿Qué pasa? Preguntó con ingenuidad y ella no respondió.
Rehuyó de sus caricias y empezó a repetir una y otra vez que estaba mal, que no debió haber hecho eso, que no podía y no debía.
No creo que puedas entenderlo dijo, y ante la mirada desolada quizás se haya sentido culpable y comenzó un relato estremecedor.
No entenderías dijo metiendo su mano dentro del cajón de la mesa de luz y poniéndose una alianza, estoy casada, soy la mujer de comandante Facundo…
Es una historia larga… Tenemos la misma edad, aunque parece mucho más grande que yo. No tenés idea las cosas que pasó por protegerme, las torturas que padeció. Él se la jugó solo para que pudiera escapar, así como vos anoche, claro, pero distinto y lo agarraron.
Vos me recordás a él cuando lo conocí, sabés, callado, un poco tímido, y amándome de lejos, casi con culpa. Él es el hombre de mi vida, yo no estaría acá hoy si no fuera por él. No tenés idea las cosas que les hacían a las compañeras que caían.
Él quería morir en el enfrentamiento, pero lo hirieron y se quedó sin balas. ¡Lo frieron! Dijo con su cara preciosa bañada de lágrimas, lo inutilizaron como hombre, arrancaron uno a uno sus dientes por puro placer enfermo lo destrozaron en la tortura y nunca habló hasta que lo que podía contar ya no servía.
¿Entendés?
Él sabía mi ruta de escape, pero aguantó la tortura hasta estar seguro que estaba a salvo y solo después les dijo lo que querían escuchar.
Cuando se dieron cuenta de la maniobra se ensañaron aún más y la verdad es que no tengo idea de cómo no lo mataron. Agradezco todos los días por eso, pero a la vez es mi propia cruz porque su cuerpo le recuerda a diario las torturas y no de la mejor manera como podrás imaginar, pero lo peor es cuando me acaricia, cuando siente que su cuerpo es una pieza descompuesta
¡No tenés idea de cuánto lo amo!
Sin embargo ya ves, una vez cada tanto hago estás cosas. Mi cuerpo lo reclama y me odio y lo odio por eso. Andate, andá por favor, no quiero que me veas llorar más.
Gracias por acompañarme.
y con el perfume del café mesclado con el de helena en el ambiente emprendió la vuelta.