miércoles, 8 de enero de 2025

Una noche de lluvia

Le gustaba ese lugar, el ámbito, el entorno. Disfrutaba de compartir discusiones con esas personas que siempre tenían una opinión, una posición sobre lo que se estaba viviendo aunque no coincidiera con la suya.

Le gustaba que se hablara de la paz, aunque muchas veces quedaba muy claro que había que luchar para obtenerla y le gustaba sobre todo que todas las discusiones fueran más allá de lo inmediato.

Rita, Jorge, Alfredo, eran solo algunos de los mayores, quizás no tanto, pero a sus veintipocos años le parecían muchos más en aquellos ochenta agonizantes y convulsionados por la injusticia social presentada como una fatalidad inevitable.

Los miércoles eran siempre así, urgidos de contenidos, de discusiones y de aprendizajes que encandilaban sus pocos años de vida suburbana y lo invitaban a crecer y crecer sin visualizar un límite.

Nunca eran más de una docena, aunque el grupo lo conformaban unos veinte asistentes que iban defeccionando una tarde noche u otra dejando la cifra casi siempre en esa docena jugosa de contenidos, discusiones y arrebatos.

Eran tardes provechosas reflexionaba a menudo, apacibles y enriquecedoras y cuando terminaban las reuniones siempre había algún libro disponible para llevarse o algún documento que le abriera horizontes a su pensamiento, pero además disfrutaba salir a caminar por esas calles llenas de librerías y buscar en los saldos de usados algún ejemplar que estuviera al alcance de sus bolsillos bastante flacos.

No obstante una tarde se rompió ese equilibrio apacible de los miércoles.

¿¡Cómo olvidarlo!?

Llovía bastante, mucho en realidad, y hacía un frío natural en aquellos finales de agosto. Había hecho bastantes peripecias para no embarrarse no mojarse demasiado en el viaje y estaba contento por eso, aunque eran bastante pocos, seis o siete, entre ellos Carlos, de alrededor de sesenta años, canoso, con barba algo crecida como al descuido, simpático, aunque con una sonrisa algo triste de dientes muy parejos, cuando se abrió la puerta sin previo acuerdo se hizo un silencio pesado para verla entrar.

Si bien no sonó ninguna nota, bien podría haber sonado una fanfarria cuando Helena abrió la sólida puerta de madera maciza e hizo su irrupción totalmente mojada chorreando sensualidad y agua en iguales cantidades pese al impermeable y el paraguas de color tostado que hacían juego con su pelo rubio y su piel tan blanca como su sonrisa.

Rita se levantó de un salto a saludarla y abrazarla y no le importó demasiado mojarse al hacerlo y luego la tomó del brazo y la presentó al grupo sin señalar más que su nombre: Helena, aunque a la distancia diera la impresión que ese nombre decía mucho más.

Ella saludo al grupo con una sonrisa a medias, de esa que nunca logró saber si de vergonzosa o de tristeza y se sentó en silencio.

Helena no habló en toda la noche pero fue el centro de atención, su atención, mientras Carlos relataba los avances y retrocesos de la Revolución Sandinista y la necesidad de apoyarla activamente con una energía discordante con su cuerpo agotado.

Ella mientras tanto sonreía tímidamente, miraba el piso o sus propias manos y cada tanto cambiaba de posición en la silla sin hacer demasiado ruido.

Al terminar, mientras ojeaba un documento sobre los logros del sandinismo que iba a leer en la semana, se le acercó Carlos y lo pudo saludar personalmente, al tiempo que aprovechó para hacerle un par de preguntas que le habían quedado pendientes en su exposición. Carlos le respondió con voz algo cascada mientras como al descuido se iba apartando hacia un costado de la estancia.

¿Te gusta helena? Preguntó de repente y fuera de todo contexto.

¡Si! Es muy linda contestó entre confundido y turbado por lo inesperado de la pregunta, pero por sobre todo por lo inalcanzable que le parecía esa mujer trigueña, de rasgos angulosos y piernas kilométricas apenas disimuladas por los pantalones de paño que acompañaban a su camisa blanca y disimulaban descuidadamente su figura.

¡Cuidala! Dijo Carlos con una firmeza desconocida hasta ese instante en su voz y casi sin que se diera cuenta desapareció.

Todo o casi todo terminó allí, porque ya solo quedaban Rita y Helena conversando sobre cosas que parecían privadas y solo las interrumpió para despedirse y salir caminando cansinamente para la parada del colectivo porque la lluvia no daba para recorrer librerías.

Hacía apenas un minuto o dos que había llegado a la parada cuando un par de tacos absorbió su atención auditiva y casi sin solución de continuidad una voz casi desconocida le preguntó para donde iba.

La sonrisa tímida lo sorprendió tanto que solo atinó a responder que esperaba el colectivo para volver a su sur y devolverle la pregunta.

Vuelvo a casa, dijo ella, aunque la verdad es que se me hizo un poco tarde y me da algo de miedo hacerlo sola, el barrio es un poco peligroso, acotó como para esgrimir los motivos de su preocupación e incentivar la respuesta quijotesca de un “no te preocupes, te acompaño”.

No podría recordar ahora donde fue que se bajaron, ni como hizo para regresar de allí, lo que pondría el lugar en contexto, pero si recordar un puente sobre un río, quizás el riachuelo, aunque a fuerza de ser sincero no olía a podredumbre y unas calles de tierra, oscuras, con bastante barro y como si fuera poco acompañados por una lluvia de repente tan presente como la ausencia de iluminación pública.

Los últimos metros de aquellas cuadras los hicieron corriendo y también corriendo ella abrió la puerta y lo invitó a pasar a tomar un café.

Era un monoambiente y mientras ponía la cafetera de fundición sobre la hornalla comenzó a agradecerle el acompañamiento y a reprocharse a sí misma por haberlo metido en aquel problema de seguridad, ya que a medida que pasaban los minutos el barrio se volvía más inseguro, señaló.

A él no le preocupaban los problemas ni las inseguridades y se lo hizo saber, había estado y había salido de lugares más peligrosos, dijo pretendiendo impresionarla, aunque era cierto.

La vida y la muerte de cada uno ya están escritas dijo mientras se acercaba a ella que seguía de espaldas y aceptando la invitación de esa cintura flexible y firme la tomó por la espalda y respiró la gloria de su piel.

¡No! Dijo ella y se separó de él un paso hacia el costado.

¿Por qué no? Le preguntó él, mientras en su cabeza se respondía: porque es extremadamente hermosa, porque tiene alrededor de diez a quince años más que yo, porque irradia luz como un faro y como a la luz de los faros, se la puede mirar pero no alcanzar…

No debo, dijo ella y las manos volvieron al abrazo de su cintura.

¿Por qué no? Repitió

No debo se convirtió en un mantra que sonó en la habitación hasta que sus labios rozaron casi imperceptiblemente el cuello delicioso de Helena y un temblor recorrió todo su cuerpo tenso y perfumado.

No debo, no debo insistió la mujer mientras los besos en su cuello e iban incrementando al ritmo del temblor de su cuerpo que se convirtió en una convulsión crispada cuando las manos rodearon el cuerpo y treparon hasta su pecho.

Fue una noche intensa donde el frío de agosto dio paso a un torrencial clima veraniego pleno de sudores y caricias. Al amanecer pensó que ella se había dormido, pero para su sorpresa descubrió que estaba llorando.

¿Qué pasa? Preguntó con ingenuidad y ella no respondió.

Rehuyó de sus caricias y empezó a repetir una y otra vez que estaba mal, que no debió haber hecho eso, que no podía y no debía. 

No creo que puedas entenderlo dijo, y ante la mirada desolada quizás se haya sentido culpable y comenzó un relato estremecedor.

No entenderías dijo metiendo su mano dentro del cajón de la mesa de luz y poniéndose una alianza, estoy casada, soy la mujer de comandante Facundo… 

Es una historia larga… Tenemos la misma edad, aunque parece mucho más grande que yo. No tenés idea las cosas que pasó por protegerme, las torturas que padeció. Él se la jugó solo para que pudiera escapar, así como vos anoche, claro, pero distinto y lo agarraron.

Vos me recordás a él cuando lo conocí, sabés, callado, un poco tímido, y amándome de lejos, casi con culpa. Él es el hombre de mi vida, yo no estaría acá hoy si no fuera por él. No tenés idea las cosas que les hacían a las compañeras que caían.

Él quería morir en el enfrentamiento, pero lo hirieron y se quedó sin balas. ¡Lo frieron! Dijo con su cara preciosa bañada de lágrimas, lo inutilizaron como hombre, arrancaron uno a uno sus dientes por puro placer enfermo lo destrozaron en la tortura y nunca habló hasta que lo que podía contar ya no servía.

¿Entendés? 

Él sabía mi ruta de escape, pero aguantó la tortura hasta estar seguro que estaba a salvo y solo después les dijo lo que querían escuchar.

Cuando se dieron cuenta de la maniobra se ensañaron aún más y la verdad es que no tengo idea de cómo no lo mataron. Agradezco todos los días por eso, pero a la vez es mi propia cruz porque su cuerpo le recuerda a diario las torturas y no de la mejor manera como podrás imaginar, pero lo peor es cuando me acaricia, cuando siente que su cuerpo es una pieza descompuesta

¡No tenés idea de cuánto lo amo!

Sin embargo ya ves, una vez cada tanto hago estás cosas. Mi cuerpo lo reclama y me odio y lo odio por eso. Andate, andá por favor, no quiero que me veas llorar más. 

Gracias por acompañarme.

y con el perfume del café mesclado con el de helena en el ambiente emprendió la vuelta.


viernes, 19 de enero de 2024

La noche estaba inexplicablemente calma

La noche estaba inexplicablemente calma. 

Algo parecía haber hipnotizado los sentidos, los ruidos, los aullidos estertóreos de la ciudad.

Nada rompía aquel sonido sepulcral que se cortaba con el filo de una mentira.

Ni siquiera el destartalado ventilador de techo chirriaba mientras sus aspas giraban cansinas como las piernas de un viejo yendo a buscar las facturas para el desayuno del domingo.

Las miró, con la pintura medio descascarada, coartada por el inexorable paso del tiempo, imitando a esa terminación tan delicada que el otro día miraba con media sonrisa como enseñaban a hacer en un programa de la televisión. Se preguntó que le habría pasado de repente que ya no gemían y se colgó hipnotizado con los ojos siguiendo el giro.

Aquella tarde, en la plaza, supo que había vivido toda la vida equivocado, parado en la vereda equivocada. Vio a los pibes llorar desconsolados y se le llenaron los ojos de lágrimas. De pronto vio venir una cara conocida, distante, lejana, con los ojos igual de aguados que se cruzaron con los suyos, no se cruzaron palabras pero como familiares más o menos cercanos se acercaron y se fundieron en un abrazo con palmas que pretendían confortar. Los dos se estremecieron en un espasmo, y sin decir una palabra se separaron y cada uno siguió en su dirección. 

Mientras tanto las veredas, las calles, los canteros de la plaza estaban anegados de pibes y de llantos que lo habitaban todo, con su dolor flameando en cantos heroicos.

Una pequeña araña apareció por la base del ventilador y camino sigilosa hacia una de las esquinas de la habitación. De pronto lo supo, ahí se escondía la muy turra que desde hace meses lo volvía loco con sus telas que, inútilmente quitaba una y otra vez y que una y otra vez se reproducían como por arte de magia.

Esta misma tarde agarro el raid y la ahogó en esa porquería, pensó mientras la miraba trabajar. La araña lo llevó con la mirada hacia aquel rincón que comenzaba a humedecerse y supo que era imperioso trabajar en la cañería del baño o en algún momento todo ese cielo raso se iba a venir abajo.

La cortina apenas se movía como impulsada por el ánima inquieta de algún espíritu inquieto, pero no entraba ni una mísera brisa de aire. El ambiente estaba francamente asfixiante, húmedo, pegajoso, y se adhería como una lapa a la piel, la cubría de un tejido extraño, como una baba, como un gel nauseabundo.

No quiso entrar, se quedó ahí afuera, en la vereda, compartiendo ese dolor inmaculado y masivo que laceraba la piel como el viento del desierto. No quiso verlo, estar cerca de sus despojos, “al fin y al cabo no está ya ahí adentro sino acá afuera”, en este dolor fundacional, filosofó mientras gatillaba la cámara para tratar de inventarse una indiferencia que no tenía. Era extraña la imagen, algunos iban con su florcita, otros con banderas o carteles, algunas con solo unas cartulinas escritas a mano y pintadas con dolores, como de jardín de infantes. Mensajes en botellas, pensó, que irán a parar al mar de la historia.

Le extrañó la ausencia de automóviles en la calle, miraba a través de la cortina cuando esta apenas se ladeaba para intentar adivinar algo, algún minúsculo movimiento, un atisbo de vida, pero nada, El silencio, un silencio soñado en aquellas infinitas tardes de ruidos que no lo dejaban concentrar, lastimaba los oídos, taladraba los tímpanos como campanas del infierno. Pensó en aprovechar el silencio para escribir. Hacía rato que venía pensando en empezar a garabatear sus memorias.

Memorias de un desconocido, repitió el título de la obra que nunca escribiría, una obra literaria que solo contaba con el título, pero que le servía para escapar las tardes de aburrimiento hacia historias del pasado, hacia los inquietos tiempos de su juventud y su no tanto, sus pequeñas aventuras de tipo casi anónimo, las mujeres que lo amaron, las que lo odiaron después, sus plantas, sus libros, sus amores, sus pasiones.

Debería empezar pensó, aunque mejor empiezo mañana, se dijo a si mismo posponiendo otra vez empezar lo que nunca iba a arrancar.

Casi sin darse cuenta la tarde comenzó a hacerse noche y las banderas seguían allí, con sus lágrimas al hombro, y sus risas, tan ausentes, latentes, y sus florcitas. Cansado de tanto dolor se sentó en el cordón de la vereda a mirar pasar la gente. De repente todos se esfumaron y ya no estaba ahí. Se levantó de la cama como un autómata esperando que todo hubiera sido un mal sueño, una odiosa pesadilla. Casi corrió hacia la computadora, miró la cámara sobre el escritorio, la encendió y miró las fotos guardadas, las banderas, las flores, el dolor.

Se sentó en su silla y solo, en silencio, como no había podido hacer cuando murió su padre, por fin lloró con un llanto silencioso, ese que provoca dolor en la garganta y pequeñas convulsiones. Pensó en ella que se había quedado sola y se dijo que ahora menos que nunca se la podía abandonar. Dejó la cámara rodar sobre el escritorio y lloró en silencio.

La falta de sonidos le estaba empezando a preocupar cuando vio al muchacho entrar en la habitación y cruzarla de dos pasos, gigantes, atolondrados, hasta donde se encontraba sentado. Se vio sentado y al chico sacudiéndolo del hombro, movía los labios pero no podía escuchar lo que decía. Ahora parecía que gritaba, pero sin emitir sonidos.

Se vio… y de pronto se dio cuenta de todo. 


jueves, 16 de febrero de 2023

Pesadilla

Una y otra vez aquella imagen recurrente volvía en sus sueños, un deja vu alarmantemente presente y la respiración agitada, y el sudor frío cubriendo sus sienes y el nacimiento de pecho.

Era una fea sensación, la certeza de sentirse acorralada, sin salida, en una ratonera y ser el ratón que tarde o temprano será un todo con la trampera que espera por su carne.

Luego de eso le costaba volver a conciliar el sueño, quizás atormentada por la certeza que cuando cerrara los ojos esa realidad alterna volvería y quizás esta vez no tuviera la suerte de poder huir hacia el despertar.

Las manchas de cielo raso, la tela que empeñosamente una arañita patuda empezaba a tejer al costado del placar, la pequeña roncha que la humedad le había ganado a la pintura de la pared, todo era importante, atrapante, digno de evaluación y estudio con tal de no caer en el sopor criminal que acabara en un sueño fatal.

Muchas veces se había preguntado si ese sería su destino, sin embargo jamás se había atrevido a compartirlo con nadie. Lo creía demasiado privado, demasiado íntimo, incluso, como para habilitar a otro a conocerlo.

Llevaba años así, despertándose consternada, sentada en la cama totalmente transpirada, con un sudor de muerte y al borde del colapso. Cuando ocurría sentía una necesidad imperiosa de huir, sin embargo no había escape posible en el sueño, solo el despertar, pero… ¿y si un día no podía?

Aquella tarde había sido como tantas. Al salir del trabajo caminar hasta el subte. Llegar a esa hora en que todos llegaban al subte era una tortura, significaba inevitablemente que la empujaran, la llevaran por delante, viajar apretada e incluso que cada tanto algún imbécil tratara de considerarse vivo  y le tocara el culo, o al menos intentara hacerlo.

Tres estaciones, combinación con la C y otra vez el amasijo de cuerpos sudados y agotados frotándose, sacándose lustre, compartiendo sueños y sudores, quizás no sueños, pero sin duda alguna sudores, hasta llegar a Plaza Constitución y repetir la historia, pero esta vez con el tren.

Pero aquella tarde no había trenes y tuvo que tomar un colectivo, tan atestado como el tren y el subte, desde luego, pero aún más incómodo. Hora y pico de viaje hasta su Temperley amado, Alsina y 14 de Julio, timbre y caminar en la noche que comenzaba a desperezarse. Plena de estrellas que se asomaban impúdicas tras las copas de los árboles y el contorno de los edificios.

Nunca supo muy bien porque bajó en 14 y no en Cangallo. Fue casi una suerte de aluvión que bajó en esa parada y la arrastró de manera inconsulta. Cuando reaccionó ya estaba en la vereda, entre una docena de cuerpos que inexplicablemente, o no, esperaban para cruzar la avenida. Tuvo que pedir permiso y abrirse paso entre ellos para seguir su camino.

Todo fue tan sencillo, natural, que prácticamente no tomó conciencia de que había bajado una parada antes y cuando había caminado unos metros se intentó convencer que no importaba, que ¡era lo mismo! Al fin y al cabo ¿a quién podía afectar cruzar las vías por una escalera o por la otra?

Sintió un escalofrío recorriendo su cuerpo, pero no hizo caso, por el contrario sonrió en silencio como burlándose de ella misma y apretó el paso. La farmacia y el mercadito ya estaban cerrados y las veredas aparecían desiertas. Tuvo miedo, de nada por cierto, pero miedo al fin, aunque siguió caminando.

Cruzó la calle y pasó delante de la papelería y la tintorería, también cerradas y esperó ver a alguien saliendo de los edificios, pero tampoco ocurrió. Solo le quedaba cruzar la calle en diagonal y subir las escaleras del puente de metal que la conduciría casi hasta la plaza que por algún motivo visualizaba como salvadora.

Antes de subir las escaleras visualizó un par de pintadas, un ataúd que decía algo de Los Andes y una frase de Las Pastillas, el hierro sonó bajó sus pies y se asustó, aunque siempre los escalones hacían ese ruido nunca, pero nunca había pasado nada.

En el descanso la recibió un escudo de su Club y eso la tranquilizó un poco, le dio coraje para seguir subiendo. Cuando su cabeza asomó apenas unos centímetros sobre el nivel del piso del puente sintió una carrera en el otro extremo y se quedó paralizada. Los pasos se apretaron en la carrera y una luz azulada comenzó a ulular del otro lado del puente. Escuchó gritos, más pasos en la escalera del otro extremo y nuevamente carrera.

El pibe pasó al lado suyo casi sin mirarla, preocupado por escapar de esas voces de ‘alto o disparo’ que llegaban detrás suyo. Sintió un sudor frío en todo el cuerpo y se esforzó sin suerte por pegarse a las rejas del puente y hacerse invisible. 

¡No tuvo suerte!

A unos diez metros esos hombres gigantes, corpulentos, quizás obesos corrían o al menos lo intentaban. Vio las armas en sus manos y quiso despertar, pero no pudo. Cerró los ojos fuertes buscando una salida a esa ratonera, pero no la encontró. Quiso con todas sus fuerzas una vez más que aquello fuera un mal sueño, pero no lo era. Los borcegos de los policías rebotaban intimidantes en el piso de chapón reforzado. Apretó los ojos un poco más y se apretó a las rejas.

¡Sonó un estampido!  

Un ruido infernal que lo llenó todo. Sintió una tibieza que bañaba sus piernas y quiso llorar, pero tampoco pudo. Los policías pasaron junto a ella respirando agitados. Casi no la miraron en su absurdo intento por alcanzar a aquel muchachito que corría como el viento.

Se quiso poner de pie para continuar su camino hacia su casa pero algo se lo impidió. En los cinco minutos que le costó asimilar tanta violencia aquella tibieza se había vuelto fría y su pantalón estaba empapado. Sintió mucha vergüenza y la sonrisa fue una mueca nerviosa que comenzó poco a poco a mutar su miedo por turbación. 

Ya estaba bajando la escalera del lado oeste de las vías y el temor había desaparecido. Ahora solo le preocupaba atravesar el centro de su ciudad con el pantalón empapado de orín.

Desde aquella noche no volvió a tener pesadillas.


jueves, 10 de junio de 2021

El rojo es el color de la paz

Miró correr ese río liberador, incontenible, rebelde, libertario y la paz interior disipó todo dolor.

Así debe ser el paraíso pensó…

 

Poco a poco el ambiente se había  vuelto sórdido, lúgubre, o al menos así había comenzado a percibirlo.

Lo que en su niñez fue respeto y en su adolescencia autoridad se había desvelado vertiginosamente en autoritarismo.
Cuando su mente de niña, primero, de púber luego, comenzó a encontrar contradicciones ese respeto se convirtió en obediencia primero y sometimiento después.

El cálido caudal corría cauce abajo incontenible y la rozaba como una caricia tibia. Repentinamente se sintió feliz, como si el sol habitará su cara y el viento pasará sus dedos entre su cabello.

¡Así debe ser navegar! Se dijo.

 

La vida de Lucila había estado signada por las pérdidas.

A sus frágiles cinco años sus padres murieron en un accidente de tránsito y se hicieron cargo de su crianza sus abuelos paternos, pero en pocos meses su abuela Amalia también murió.

‘De Tristeza’ dijo su abuelo Carlos.

Esa pérdida también fue un golpe duro para él. A partir de allí su humor cambió. ¡Todo Cambió! Carlos se volvió un obsesivo en su cuidado, como si temiera que el destino también se la llevara y se refugió en su cuidado y la fe.

 

De repente el tiempo avanzaba acelerado, pero en cámara lenta.

Era extraño todo.

Se sentía caer  y subir una y otra vez, como en una montaña rusa, que cada vez llegaba más profundo, pero no de una forma violenta sino de una manera pausada, narcotizada y ella sentía como esa caída, a toda velocidad, se producía en cámara lenta.

 

A la muerte de la abuela Amalia, con sus casi seis años, quedó a cargo de su abuelo Carlos.

Él le cocinaba, lavaba su ropa e incluso la bañaba, con tanto esmero que incluso algunas veces le hacía doler.

Su abuelo le había explicado que era importante estar siempre limpia, solo así podía evitarse el mal olor de las niñas y que sus compañeras de clases se burlaran de ella.

Poco a poco, aunque la seguía incomodando, su cuerpito de niña se fue acostumbrando a aquella rutina de limpieza.

 

Nunca había visto algo como aquello: ¡Un arco iris rojo!

¡Todos sus colores eran el rojo!

Se veían distintos, como si el reflejo de mil luces hipnóticas disipara su esencia, la descompusieran.

El rojo, pensó, es el color de la paz.

 

La vida transcurría y Lucila se convertía en una niña solitaria. Su abuelo cuidaba de ella con celosía, como si fuera de cristal. Se había ido convirtiendo con el tiempo en su ángel guardián, aunque también se lo podría comparar con un carcelero.

Compraba su ropa, sus útiles escolares, la llevaba al peluquero y al ortodontista, preparaba su comida, aseaba su habitación.

Todo lo hacía su infatigable y querido abuelo Carlos.

Si bien Lucila era una niña solitaria que no tenía amigas ni compañeras de juegos, cuando faltaban apenas unos meses para terminar la primaria en la escuela de las monjitas de la Santísima Trinidad, quizás más por algún tipo de obligación moral de no excluirla en el último festejo antes de terminar el colegio, Sandra, su compañerita de pupitre, la invitó a su cumpleaños.

Lucila estaba feliz con la novedad en su vida social, tan feliz como enojada se puso cuando su abuelo le explicó que no podría ir. Que él no tenía dinero para comprar un regalo a su amiguita y que era obligación llevar un regalo cunado se asiste a un cumpleaños.

La niña, casi púber, intuyó un pretexto en aquel tema  y el respeto a aquel cariño, de niñita, que ya había mutado en autoridad comenzó a destruirse.

 

Como de la nada, casi en un sueño, la sonrisa, esa sonrisa inmensamente dulce de Irma, su mamá, iluminó la habitación. Le resultó extraño verla.

Ya hacía varios años que la atormentaba casi no recordar su rostro, sus facciones, y apenas encontrar algún detalle, algún juego con ella al mirar sus fotografías.

¡Es más! Le pareció sentir sus manos, esas manos suaves de mamá tomando sus manitas y casi sin darse cuenta una lágrima rodó mejilla abajo.

 

Todavía no había comenzado tener su desarrollo cuando comenzó a tener sus primeras fantasías con chicos de la televisión, y el abuelo, que la acompañaba religiosamente los sábados por la tarde y los domingos por la mañana a misa comenzó a perseguirla con el pecado.

Fueron unos pocos meses en los que cambió todo. Casi en simultáneo empezó a crecer y modificarse su cuerpito de niña y tuvo su primer período.

Esto volvió más obsesivo aún a su abuelo con dos temas que ya lo eran y mucho: el pecado y la higiene.

La limpieza era una especie de extraño rito de tortura.

Ahora su abuelo la lavaba cada vez más intensa e insistentemente y ella comenzaba a sentir un escozor ante el baño, a lo que el abuelo insistía en el tema de la limpieza hasta que ella exhalaba un suspiro. Cuando lo hacía su abuelo la retiraba de la bañera y así mojada, todavía, la nalgueaba. Finalmente después de secarla, como cada noche en esos últimos meses, la obligaba a rezar cien padres nuestros para que ‘el señor la perdone’.

 

¡Mamá! ¡¡Mamita!! Sollozó con voz muy baja.

¡Ya estaba pensando que te había olvidado!

¿Adónde habías ido?

 

Aquel jueves una terapeuta visitó el curso.

Antes, al comenzar, la hermana Rosalía les había hecho completar un cuestionario con muchas preguntas. Algunas le parecieron muy íntimas y sintió pudor, pero la maestra fue insistente y finalmente las contestó.

A lo largo de más de una hora y media les habló de muchas cosas. La sexualidad, la higiene, los cuidados, los abusos.

Lucila se sintió claramente incómoda.

Cuando terminó la charla aquella señora les pidió a algunas estudiantes que se quedaran unos minutos con ellas. Las iba recibiendo de a una y conversaban temas que el resto ignoraba, en privado. Lucila fue la última en ser llamada.

A las cinco en punto salió junto a sus compañeras del colegio. El abuelo la esperaba como cada tarde en la puerta con su auto.

A Carlos le extrañó que no le diera un beso al saludarlo, pero no dijo nada.

Le preguntó cómo le había ido en el colegio y ella le contestó con un escueto ‘bien’.

Al llegar a la casa le ordenó como todos los días que se quitará la ropa y se metiera en la bañera. Lucila obedeció en silencio.

Entró al baño y puso traba a la puerta.
Se desnudó por completo y mientras la bañera se llenaba acomodó su ropa sobre el cesto. Abrió el botiquín y tomó la máquina de afeitar de su abuelo.

Nunca llegó a escuchar cuando unos minutos más tarde dos policías y una asistente social golpearon a la puerta de entrada.


jueves, 15 de diciembre de 2016

Un mar de espuma

Náufrago en el mar...

Es como un mar de espuma filosofó en silencio y de inmediato repudió su pensamiento por trillado.

Sin embargo sentía que la vida era eso, un mar de espuma que el más breve soplido podía desbaratar.

Sus manos, pequeñas, niñas, con la suavidad del terciopelo, se aferraban feroces a las orejas de aquellos conejos que, muy quietos, nada hacían por escapar mientras un coro de risas festejaba su osadía de intentar levantar a aquellos indefensos animalitos que tenían casi su mismo peso. De hecho ambos conejos aparecían casi de pie a su lado.

Cuántos siglos habían transcurrido desde aquellas mañana en que la tranquilidad de la vida apenas se veía alterada un par de veces a la semana por la visita de Beba y su carnicería ambulante, apenas un carro tirado por un inmenso caballo de tiro que todos los pibes del barrio correteaban felices ante su obsequio de pequeñas rodajas de morcilla que ella misma iba repartiendo como una reina maga cotidiana.

No supo precisarlo pero dedujo que eran varios.

Cuánta vida, cuántas vidas habían transcurrido desde esas crudas mañanas invernales en las que el agua de las zanjas se convertía en hielo y se ofrecía gentil, como un incentivo especial al aburrimiento de ir a la escuela.

Las vida es un mar de espuma susurro, ahora en voz muy baja, casi como un secreto inconfesable mientras las mariposas que anunciaban la primavera formaban un hilado multicolor a su alrededor. Los tilines, las lecheras y aquellas maripositas verde agua que nunca supieron cómo llamar que inundaban de color el inmenso campo que se extendía a espaldas de la casa y que la crueldad infantil perseguía con saña cazadora.

¡Espuma! Pensó, y los recuerdos volaron por el aire como burbujas que se elevan de repente, se tornasolan y estallan en nuestra cara aún antes de que podamos apresar su belleza en nuestra memoria.

¿La vida será en todo caso eso?

Una arbitraria y desordenada colección de recuerdos que uno va juntando en un cofre como tesoros preciados y que como tantos coleccionistas, alguna vez te aburrís de tenerlos y los tirás, y otras veces te ganás de nostalgia y los rescatás amoroso y los abrazás y los revivís nuevos, lustrosos, magnificados por la idealización de los años.

Un desordenado grupo de anaqueles en los que se va poniendo todo tipo de cosas, alegrías, tristezas, amores, dolores inconmensurables, felicidades extremas, heroísmos y miserias; todo atiborrando espacios que a medida que pasa el tiempo se van volviendo cada vez más reducidos.

¡La vida es un mar de espuma! Pensó una vez más y la idea casi le resultó simpática. Recordó aquellas madrugadas, casi mañanas, cuando muy chico y la espuma del agua de mar saturada de yodo mojándole los pies mientras tirabala caña haciendo como que le interesaba pescar algo, pretexto ideal para compartir ratos a solas, con su abuelo, ¡solo para él! 

Esa espuma que traía como yapa un mar de almejas que se enterraban presurosas en la arena antes que las manos insensibles, avariciosas, las metieran en un balde y marcharan a la cacerola. Cuando llegaban las almejas la playa era una fiesta de risas, pequeños grititos infantiles y expresiones de asombro y ese alboroto marcaba el fin de la pesca para dar lugar al comienzo formal de la mañana.

¡La vida! 

Ese vaso tan pequeño e insignificante que nos impide saciar la sed; esa frazada corta.
¡La vida es un mar de espuma! Pensó y volvió a dudar un segundo sobre la conveniencia de la frase, sonrió a su pesar al recordar la frase del filósofo levantisco “la duda es al jactancia de los intelectuales” y se replanteó una vez más su intelectualidad.

Porque eso también era la vida al fin y al cabo, la incógnita permanente, la duda implacable y ese final abierto que le daba el cuerpo de un buen vino tinto.

De pronto se dio cuenta que la mañana había corrido como un potro desbocado y el polvo del camino lo alertó de la llegada de un vehículo. ¡Era hora! Se dijo y volvió a sonreír recordando vaya a saber que cosa mientras su mirada se enredaba en los frutales que escoltaban el auto y lo separaban de las hileras marciales del maizal a un lado y los tomates sonrientes y afables del otro. 

Entornó los ojos y se concentró en el ligero vaivén del sillón.

El aire comenzaba a poblarse de gritos infantiles. 

Por qué

MAKANDAL - 16 DE MARZO DE 2007 - 15:07

Sus manitas desoladas se aferraron con fuerza a esa mano gigante que tanta seguridad debía darle y solo le brindaba indiferencia.

¿Por qué papá? Preguntó con su cara bañada en lágrimas de décadas. Sus ojos se volvieron repentinamente aniñados y sus manos buscaron desesperadamente esas manos en las de su marido. Se aferró a ellas como un náufrago y de repente noto que estaba tremendamente sola.

¿Por qué papá? Se preguntó una vez más, aunque ahora en silencio. Recordó su infancia descolorida y áspera, habitada por el capricho del autoritarismo y el desamor; la adolescencia preñada de sueños musicales, el conservatorio… ¡la carrera del secretariado!

Lloró con un llanto amargo al recordar aquel estudio obligado, “porque eso si sirve, no como la mierda de la musiquita”, persistente, desconsolado. Sus tías, las que nunca comprendieron nada, siguieron haciéndolo ahora y trataron de consolarla por la pérdida.

“No llores querida, el ahora está en buenas manos” le dijeron.

Pero… ¿a quién podía importarle la suerte de semejante tipo? ¿quién se preocupa por la suerte de su verdugo?

Recordó los primeros días con Damián, mayor que ella, y su apresurada propuesta de casamiento. Recordó que más que el amor fue el espanto quien dio el asentimiento.

Recordó los años de manso compañerismo, esa forma tan tranquila del amor que terminó asesinando la pasión.

Recordó la irrupción volcánica de Gabriel, rompiendo todo a su paso, hasta su corazón enamorado.

La llegada de Luna, con sus besos de miel.

Su vida… tan blanda, tan chata, tan amarga.

¡¿Por qué papá?! Volvió a preguntarse para si misma mientras se refugiaba en una taza de café.

Deseó que lloviera y salir a caminar hasta que las gotas llegaran a sus huesos. Era curioso, toda la vida había odiado a ese hombre, hasta el punto de decidir no hablarle y ahora, que por fin había muerto no podía sino sentir desazón. Dolor por no haber podido escuchar sus respuestas, aquellas respuestas, que en su soberbia tal vez jamás habría contestado.

El café se consumió entre sus dedos.

¿Por qué papá?

Sonaba como un eco la pregunta sin respuesta. Allá abajo las casas de su niñez y su infancia la miraban en silencio, ese silencio hosco que tanto conocía.

Adelante la nieve de la cordillera pintaba de blanco el porvenir. Ajustó una vez más el cinturón, no hacía falta, pero siempre lo ajustaba una vez más. A su lado alguien, indiferente, leía una revista.

Cerró los ojos por un instante que pareció una eternidad, cuando los volvió a abrir miró nuevamente las casa por la ventanilla. Ya se veían muy pequeñas, tanto como su pasado.

Las miró con tristeza y esbozo una pregunta sin esperar respuesta.

¿Por qué?

O. W.

La Balsa

MAKANDAL - 09 DE MARZO DE 2007 - 00:21



“¡Qué falta de respeto!

¡Qué atropello a la razón!”


Enrique Santos Discepolo


Ni bien sus pies tocaron el piso de aquel terreno olvidado de dios por años en Claypole se acordó de Ginle, de su balsa…


* * * 


Entre la tierra despareja se extendían los trapos y algunas chapas. Por aquí y por allá la desesperación caminaba a la débil sombra de algún arbolito. Los pibes caminaban descalzos y las mujeres, con sus ropas desgastadas por el tiempo, hablaban en voz baja mientras preparaban, en un improvisado fogón, matecocido.

Era difícil precisar la cantidad, aunque eran muchas familias.


* * * 


Esta es mi realidad, soy un desocupado, el gobierno me niega un trabajo y me miran raro porque saco fotos.

¿Qué mal hago sacando fotos? ¡Son fotos de la ciudad! ¡Esto es una dictadura!

¿De qué vivo? ¿Esto es vivir? De la libreta…


* * * 


Mientras hablaba con los pobladores aquí y allá se fastidió con el clima. ¡Maldito calor! ¡Maldito verano! ¡Malditos Bush, la General Motors y el calentamiento global!

Su pié se metió en una zanjita de desagote y sus zapatos se embarraron. Volvió a maldecir, eran nuevos, casi sin proponérselo de puso a meditar una vez más sobre la inconveniencia de su ropa.

* * *


¡Soy un perseguido político!

Me persiguen porque soy adventista del séptimo día. ¡Mi madre también lo es!

Por eso no me dan trabajo. Es terrible tener que comer todo el mes con lo que viene en la libreta. Ya no se que hacer. En este país no se puede vivir. Es cierto lo que decís de la educación, pero la salud… los cubanos no nos enfermamos y además… mi prima tuvo que abandonar la escuela, porque sus compañeros se mofaban de ella por su religión y entonces ya no quiso estudiar. Todo por ser adventista y creer en Dios.


- - -


Mire señor, hace años que el Roque no tiene trabajo. Nosotros cobramos el plan y él y yo hacemos algunas changas de vez en cuando. El de lo que salga, yo hago limpieza, pero igual no nos alcanza. Además, en el 2001 fuimos a parar a la casa de mi cuñado, pero hace un par de meses el Juan también se quedó sin trabajo y nos estaban por desalojar, así que cuando supimos de esta toma agarramos lo poco que tenemos y nos vinimos.

Esta muy difícil la cosa, cada vez se hace más duro vivir.


* * *


Se sacudió un poco el pie y siguió caminando. Una y otra vez maldecía su suerte. Tenía los zapatos embarrados y ahora, para colmo, algunas nubes amenazaban con lluvia. El barro lo dominaba casi todo (es que la noche anterior también había llovido). Debajo del chaperío algunos chicos comían un pedazo de pan que había acercado una panadería del Movimiento de trabajadores desocupados y un jarro de matecocido sentados sobre unos cajones enclenques , improvisados asientos. También allí había barro. Por suerte era verano, si no se hubieran enfermado y ya se sabe lo que ocurre cuando un pobre se enferma… Mucho más si está en la categoría de marginado.

* * *

Y después preguntan porque nos subimos a una balsa, seguía Ginle con su monólogo del desespero, si no nos queda otra opción. Acá no hay futuro. Solo quedó en silencio cuando debió responder a mi pregunta de si sabía que aquí los servicios públicos como el gas, el agua, la luz y el teléfono se pagan y que cada habitante debe pagar dinero de su bolsillo para mantener al estado y cuando quise saber como hace un desocupado que no trabaja para poder revelar rollos de fotos.


* * * 

Nosotros no pedimos que nos regalen nada, señor, los dueños de estos terrenos no pagan los impuestos hace 30 años y nosotros no tenemos donde caernos muertos. ¡Queremos pagarlos! Pero de a poco, y poder levantar nuestras casitas.

Le estamos pidiendo al gobierno que nos de algo que comer, pero no nos reciben siquiera. Solo tenemos lo que nos acercan algunos vecinos y una organización de trabajadores.

* *  *

Unas pocas gotas empezaron a caer, eran grandes como uvas. Miró al cielo y maldijo una vez más. Sacó las últimas fotos y se fue rápido del asentamiento para gambetear la lluvia. Un cerco de patrulleros daba un aspecto inquietante al lugar, al tiempo que mostraba como la sociedad organizada delincuenciaba a esa gente sin nada.

La información que poseía decía que el desalojo era inminente. Pensó en cuanto placer sentirían algunos de esos policías si los autorizaban a golpear a esa gente indefensa y sintió asco.

Mientras se alejaba del lugar miró una vez más a los chicos correr despreocupados. Tal vez mañana alguno de ellos fuera noticia.


* * *


Tú no entiendes porque no vives aquí. Esto es inhumano. Comer siempre lo mismo, vivir en una casa que no tiene comodidades. Los cubanos no podemos pagar los hoteles adonde van los turistas.

¿Eso es libertad?

¡Aquí el único futuro está en una balsa!


* * * 

Pensó en Rosa, Juan, Roque. En toda esa gente que hoy estaba en los diarios y noticieros por ocupar un terreno que hacía 30 años que era un basural y que mañana tal vez volviera a ser noticia por un desalojo a puro palo de la policía.

Pensó en los graves problemas de Ginle en el caribe y sonrió con tristeza.

Pensó que los problemas de cada quién son los más importantes.

¿Qué será eso que llaman democracia? Se preguntó.

Los ojos se hundieron más allá de los cristales de la ventanilla, en ningún lugar y comenzó a tararear un tango.

“…qué falta de respeto, que atropello a la razón…”!

O. W.