jueves, 15 de diciembre de 2016

Un mar de espuma

Náufrago en el mar...

Es como un mar de espuma filosofó en silencio y de inmediato repudió su pensamiento por trillado.

Sin embargo sentía que la vida era eso, un mar de espuma que el más breve soplido podía desbaratar.

Sus manos, pequeñas, niñas, con la suavidad del terciopelo, se aferraban feroces a las orejas de aquellos conejos que, muy quietos, nada hacían por escapar mientras un coro de risas festejaba su osadía de intentar levantar a aquellos indefensos animalitos que tenían casi su mismo peso. De hecho ambos conejos aparecían casi de pie a su lado.

Cuántos siglos habían transcurrido desde aquellas mañana en que la tranquilidad de la vida apenas se veía alterada un par de veces a la semana por la visita de Beba y su carnicería ambulante, apenas un carro tirado por un inmenso caballo de tiro que todos los pibes del barrio correteaban felices ante su obsequio de pequeñas rodajas de morcilla que ella misma iba repartiendo como una reina maga cotidiana.

No supo precisarlo pero dedujo que eran varios.

Cuánta vida, cuántas vidas habían transcurrido desde esas crudas mañanas invernales en las que el agua de las zanjas se convertía en hielo y se ofrecía gentil, como un incentivo especial al aburrimiento de ir a la escuela.

Las vida es un mar de espuma susurro, ahora en voz muy baja, casi como un secreto inconfesable mientras las mariposas que anunciaban la primavera formaban un hilado multicolor a su alrededor. Los tilines, las lecheras y aquellas maripositas verde agua que nunca supieron cómo llamar que inundaban de color el inmenso campo que se extendía a espaldas de la casa y que la crueldad infantil perseguía con saña cazadora.

¡Espuma! Pensó, y los recuerdos volaron por el aire como burbujas que se elevan de repente, se tornasolan y estallan en nuestra cara aún antes de que podamos apresar su belleza en nuestra memoria.

¿La vida será en todo caso eso?

Una arbitraria y desordenada colección de recuerdos que uno va juntando en un cofre como tesoros preciados y que como tantos coleccionistas, alguna vez te aburrís de tenerlos y los tirás, y otras veces te ganás de nostalgia y los rescatás amoroso y los abrazás y los revivís nuevos, lustrosos, magnificados por la idealización de los años.

Un desordenado grupo de anaqueles en los que se va poniendo todo tipo de cosas, alegrías, tristezas, amores, dolores inconmensurables, felicidades extremas, heroísmos y miserias; todo atiborrando espacios que a medida que pasa el tiempo se van volviendo cada vez más reducidos.

¡La vida es un mar de espuma! Pensó una vez más y la idea casi le resultó simpática. Recordó aquellas madrugadas, casi mañanas, cuando muy chico y la espuma del agua de mar saturada de yodo mojándole los pies mientras tirabala caña haciendo como que le interesaba pescar algo, pretexto ideal para compartir ratos a solas, con su abuelo, ¡solo para él! 

Esa espuma que traía como yapa un mar de almejas que se enterraban presurosas en la arena antes que las manos insensibles, avariciosas, las metieran en un balde y marcharan a la cacerola. Cuando llegaban las almejas la playa era una fiesta de risas, pequeños grititos infantiles y expresiones de asombro y ese alboroto marcaba el fin de la pesca para dar lugar al comienzo formal de la mañana.

¡La vida! 

Ese vaso tan pequeño e insignificante que nos impide saciar la sed; esa frazada corta.
¡La vida es un mar de espuma! Pensó y volvió a dudar un segundo sobre la conveniencia de la frase, sonrió a su pesar al recordar la frase del filósofo levantisco “la duda es al jactancia de los intelectuales” y se replanteó una vez más su intelectualidad.

Porque eso también era la vida al fin y al cabo, la incógnita permanente, la duda implacable y ese final abierto que le daba el cuerpo de un buen vino tinto.

De pronto se dio cuenta que la mañana había corrido como un potro desbocado y el polvo del camino lo alertó de la llegada de un vehículo. ¡Era hora! Se dijo y volvió a sonreír recordando vaya a saber que cosa mientras su mirada se enredaba en los frutales que escoltaban el auto y lo separaban de las hileras marciales del maizal a un lado y los tomates sonrientes y afables del otro. 

Entornó los ojos y se concentró en el ligero vaivén del sillón.

El aire comenzaba a poblarse de gritos infantiles. 

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