jueves, 15 de diciembre de 2016

La Nieta

MAKANDAL - 26 DE FEBRERO DE 2007 - 20:47

Es la historia de siempre, pensó, terminó de juntar sus cosas. La ropa estaba amontonada en un bolso esperando la partida, un muñeco, recuerdos de un tiempo de inocencia robada. 
Algunos papeles de valor los había guardado dentro de un sobre de papel manila. Lo cerró con cuidado y lo colocó en el bolsillo del bolso que también cerró con atención.

Se paró y exhaló un eterno suspiro que atravesó por completo el moreno metro sesenta y uno de su cuerpo. Miró el bolso sobre la silla con ojos vacíos, abrió el cierre y volvió a agarrar el sobre de papel. Sacó las fotos. No eran muchas, apenas una media docena.
Miró una y otra vez esas imágenes rugosas ganadas por un sepia impiadoso. Las estrujó con odio y las tiró al piso.

Guardó el sobre ganada por la ira. Unas gotas impotentes habitaron sus ojos, repentinamente de niña, las sacudió de un manotazo como a los recuerdos de aquella niñez y se agachó a recoger las fotos. Las aliso torpemente sobre la mesa. Volvió a mirar el rostro feliz y sonriente del maldito viejo. ¡Feliz!

Sobre la arena de Santa Teresita, en pantalón de baño; con su caña de pescar; trajeado en su despacho del juzgado; recogiendo ciruelas…

En un gesto espasmódico las partió en mil pedazos y se las tiró sobre el pecho.
¿Porqué me hiciste todo eso? Le preguntó, aunque no recibió ninguna respuesta.
Un gesto indescifrable se dibujo en su cara cuando abrió la puerta de su cuarto de infancia, era imposible decir si era tristeza; nostalgia o dolor. Quizás también había una pizca de remota felicidad.

Lloró al recorrer las paredes, como si estuviera presente en si propio entierro.
No supo cuanto tiempo había pasado cuando reaccionó y casi de un salto fue hasta el baño. Se lavó las manos y un miró el agua, tornasolada al rosa correr desagüe abajo, tomó las toallas y también el alcohol del botiquín como una autómata. Sus ojos no registraron el paso de su imagen por el fondo del espejo.

Salió del baño y fue hasta la cocina, dejó en la mesada la cuchilla de acero de Toledo e hipérica, como un fantasma vindicador, abrió la llave del horno mientras agarraba la caja de fóstforos. Ya totalmente histérica fue hasta el dormitorio del abuelo.
Su rostro era un mar y su boca un látigo.

¡Viejo de mierda!

¡Viejo de mierda!

 Su boca repetía la frase mientras hacía todo con celeridad. Arrancó la ropa de la cama y la desparramó por el piso. Levantó el colchón con furia y lo tiró a un costado. Como una autómata abrió la puerta del viejo ropero, con tal violencia que las gastadas bisagras se desencajaron y terminó en el piso, con el espejo de bordes biselados hecho trizas. Aquel espejo con dibujos en sus esquinas donde florecía su risa de niña cuando aún soñaba la felicidad de ser mujer. Agarró con seguridad los billetes guardados debajo de las camisetas. Dio media vuelta y pareció calmársela poner el fajo de dinero en su bolsillo.

Volvió a la sala donde estaba el viejo. En el trayecto destapó la botellita del alcohol, la roció sin dudar, de manera desprolija.

Intentó encender un fósforo, pero se quebró el palillo por la presión de sus dedos, respiró profundo, tomó otro y esta vez si. Lo acercó con unción y la llamarada se reflejo en su rostro. La impresionó el olor. El viejo se encendió de inmediato.

Tiró toda la caja sobre el cuerpo y miró fascinada como estallaba como un festejo pirotécnico, después se acomodó el pelo, miró su ropa, la alisó un poco y salió a la vereda. El fuego ya llegaba los sillones y se extendía.

No había nadie en la calle.

Caminó los cien metros hasta el colectivo que como de costumbre se hizo esperar.  Cuando llegó sacó su boleto y se sentó tranquila. Un hombre mayor, desde el asiento de enfrente, la desnudó con la mirada. Sintió repulsión y miró hacia fuera por la ventanilla. Aún no habían llegado a Rosales cuando una gran explosión conmocionó el ambiente.

Los pasajeros se sobresaltaron.

Ella, no dijo nada, buscó la mirada del hombre y le regaló una sonrisa…

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